Blogia
das Mystische 2.1

NOTEBOOK

NOTEBOOK

Si no resulta posible explicar las cosas y sólo resulta aconsejable describirlas para su propia conveniencia (para ellas mismas, por ejemplo, para su propio bien, para nosotros mismos), o para un aconsejable e improbable intento de entendimiento; para una colección como elementos distintivos en un cuaderno de notas o en un proceso iniciático de aprendizaje de etiquetas y elementos en la función selectiva de un entomólogo; de una lista posible de herramientas comunes (teclado, pinzas, anillo de alfileres, álbum de fotos) a utilizar por un obstinado coleccionista de mariposas; para una próxima lectura colectiva en la nocturna eternidad de los vacíos cósmicos o en las horas que provocan los mejores efectos del sentido común (una lucha de gigantes, en este caso, de Antonio Vega, poeta) sobre las cosas comunes; en la historia que se presta, como una autopista ficticia, o como inútil biografía de un universo extranjero, violento, de impertinentes idiotas; como un arquitectónico “modelo para armar” (¡siempre Cortázar!) en construcción infinita, casi exclusiva, y etcétera, y etcétera, y etcétera…

Y es el fuego que cautiva a las palabras en la eterna cavidad de las heridas; esa mancha alternativa de tabaco en la capa protectora o gabardina del detective Colombo; en la marca de energúmenos mistéricos o en el mapa de ciudad sin cuerpo exacto edificada a partir de la gramática; en la triste oposición de letras tristes sobre alguna superficie cegadora, incómoda, magnética; para no tener que renegar del mundo, de este mundo, del universo entero… Y, ante todo, y sobre todo, y así se entiende esta historia, no renegar de uno mismo…

Y todos los libros comienzan con una cita:

De todas las parábolas que ofrece Wittgenstein sobre la naturaleza del filosofar, una de las más enigmáticas es ésta:

“Si me siento inclinado a suponer que un ratón surge por generación espontánea a partir de harapos grises y polvo, estará bien que acto seguido examine meticulosamente esos harapos para ver cómo pudo esconderse en ellos un ratón, cómo pudo llegar allí, etc. Pero si estoy convencido de que un ratón no puede surgir de estas cosas, entonces quizá esta investigación sea superflua. Pero debemos primero aprender a entender qué es lo que en filosofía se opone a semejante examen de los detalles”.

“Semejante examen”, ¿de qué clase es? ¿Y que es lo que se le “opone”, i.e., qué se le opone en filosofía? Es un examen que expone las convicciones propias, el sentido que uno tiene de lo que debe y de lo que no puede ser el caso; por tanto requiere la derogación del sentido que se tenga de necesidad, para descubrir necesidades más verdaderas. Para hacerlo así, he de adentrarme en el estado mental donde me siento “inclinado a suponer” que es posible que esté ocurriendo algo que tengo por imposible. Lo que significa que he de hacer el experimento de creer lo que tengo por prejuicios, y considerar la posibilidad de que mi propia racionalidad no sea más que un conjunto de prejuicios. Es preciso que esta actividad constituya una perspectiva dolorosa. Y es probable que lleve a posturas ridículas. Pero no más ridículas que la postura de buscar explicaciones en una región donde uno no siente la inclinación a suponer que puedan encontrarse. (Podríamos llamar “académica” a esta otra actividad.) –Por tanto soy yo, tal y como me encuentro, quien se opone a un tal examen de los detalles en filosofía. En filosofía, oponerse ha sido siempre una distinción de honor. Pero sentirse aliviado por eso sería perder el punto en cuestión, pues significaría que uno se imagina exento del miedo y dolor que naturalmente se oponen a una filosofía seria. La “psicofobia”, he aprendido en un texto psicoanalítico reciente, significa tanto “miedo a la propia vida interior” como “miedo a los fantasmas” (Bertran Lewin, The Image and the Past, p. 25): Lo mismo puede motivar la intelectualidad que la anti-intelectualidad. Y la filosofía puede ser el fruto, o una ocupación fundamental, de cualquiera de los dos miedos. (Pongo en relación lo que acabo de llamar “la derogación del sentido de necesidad” con lo que en “The Avoidance of Love” llamo “la derogación de nuestro sentido de lo ordinario”; e.g. pp. 316 y 350).

(Stanley Cavell. Reivindicaciones de la Razón).

Si no resulta posible explicar las cosas (¿recuerdan?), tampoco debemos excedernos en el intento de descripción de ellas mismas. Las cosas, los objetos, en numerosas ocasiones, muy a menudo, se explican perfectamente por sí mismos. Y si acaso alguno duda puede intentar enfrentarse abiertamente, sin complejos, a determinadas cuestiones filosóficas. Por ejemplo: ¿Se imaginan ustedes juntos, en una discusión metafísica, a Wittgenstein, Lewis Carroll, Groucho Marx y Bertrand Rusell?).

Y todos los libros comienzan con una cita:

Wittgenstein: Repito que la cuestión no está bien planteada. Hay toda una familia de usos para el término “filosofía”. De todos modos, mi principal objetivo ha sido clarificar, mostrar cómo pasar de un pedazo de absurdo disfrazado a algo que es claramente absurdo. Los malentendidos, como he insistido siempre, deben ser curados si queremos estar libres de ellos.

Groucho: ¿Es algo parecido a curar jamones?

Rusell: Esa pregunta indica, creo, que usted sabe bastante bien de los que está hablando el señor Wittgenstein.

Groucho: Poco a poco con el palo de la autorreferencia, Berty. Ya no estamos en el ascensor. Entiendo lo que quiere decir Ludwig, pero la mayor parte de los asuntos filosóficos que os sacáis de la manga son tecnicismos, buscar tres pies al gato. ¿Y las grandes cuestiones, el sentido de la vida, la muerte de Dios, los restos de las reposiciones de mis películas en televisión?

Rusell: Más vale un progreso real sobre el sentido de la confirmación y la probabilidad, sobre la naturaleza de la lógica y la ley cinética, sobre el reduccionismo, la inteligencia artificial y la explicación intencional, por ejemplo, que mucha charla vacía sobre las grandes cuestiones. Las grandes cuestiones, al menos las que importan, siempre están ahí. Unas veces resultan clarificadoras por las respuestas a las pequeñas cuestiones, otras veces, no. Cuando no, sin embargo, tampoco sirve de nada escuchar a los pontificadores nebulosos discursear sobre ellas. Es preferible reconocer valientemente nuestra ignorancia.

Groucho: Calma, Berty. Sin esos nebulosos pontificadores, tú y yo estaríamos en paro, o peor aún, seríamos abogados.

(John Allen Paulos, citado por Andoni Alonso y Carmen Galán en Los laberintos de la razón: el lenguaje como paradoja).

Si no resulta posible explicar las cosas, ciertas cosas, no parece fuera de lugar intentar, al menos, una nueva aplicación del método. Dejar a un lado el posible fundamento del sistema (¡diablos!, ¿qué sistema?) y dedicarse, como aconsejaba Ludwig a los buenos amigos, a una actividad verdaderamente más provechosa. Alicia está en el país de la maravillas, o eso dicen; y si quieren enfrentarse a determinadas cuestiones (¡allá ustedes con su conciencia, luego no vengan con cuentos!) aquí les dejo la solución a tanto acumulado desaliento, la pasiva desazón con que alimento las mejores herramientas de este juego (¿…?), y los días soleados y marcados como flores que se secan en un bosque, o en la señas de intrincados laberintos que se muestran en los Parques de Atracciones. ¡Hagan juego, señores, hagan juego! Y no pierdan su tiempo (¡imprescindible!) luchando con estas preguntas. Las cartas están marcadas desde hace tiempo. Y todos los libros comienzan con una cita:

“Ahora bien, ¿por qué dijo Wittgenstein que el descubrimiento importante era el que le permitía dejar de hacer filosofía siempre que él quisiera? Parece que es decir algo muy extraño. Sería absurdo decir, por ejemplo, que el descubrimiento musical más importante es el que te permite dejar de hacer música cuando lo deseas. ¿Por qué habrá dicho que el descubrimiento importante en filosofía es uno que te permite dejar de filosofar?”

(Anthony Kenny. El legado de Wittgenstein).

1 comentario

Anna -

A algunos nos pasa como al pequeño Nicolás, que cuando nos dan el premio a la elocuencia, en nuestro caso se premia más la cantidad que la calidad: entre tantas palabras, alguna tiene que ser la que dé la pista (digo yo :-)